sábado, 7 de julio de 2007

Por amor al pueblo


Rusia después de la caída del zarismo. En Yazik, un pequeño pueblo de Siberia, conviven una extraña comunidad y los restos del ejército checo. Los hombres y mujeres de las Palomas Blancas, despojados de las llaves del infierno y guiados por Balashov, son ángeles que al ritmo de sus danzas hablan con dios. Los nativos de la taiga, los tungús, con su chamán al frente les contemplan con estupor. Los vertiginosos cambios políticos ocurridos han hecho de la legión checa un fantasma fuera de la historia. Pero su comandante se niega a reconocerlo y volver a casa. Allí vive también la viuda Anna Petrovna, amante de la fotografía y madre de Aliosha, el único niño del pueblo.

Pero la llegada del carismático Samarin, supuestamente evadido de una prisión remota de la tundra siberiana y que dice ser perseguido por un monstruoso y caníbal criminal apodado el Mohicano, amenaza el precario equilibro de esta desolada comunidad. Cuando el chamán indígena del pueblo aparece muerto, la sospecha y el terror se adueñan de la vida en Yazik. Sin embargo, en medio de la violencia, también hay espacio para el deseo irracional, o para el amor sagrado, con las dosis de horror de las religiones arcaicas. Anna Petrovna se entrega a un hombre tras otro. El Mohicano convierte el canibalismo en un acto de amor.

Poco a poco, el libro descubre al verdadero Samarin pintándole en color rojo sangre cada vez más oscuro. Un hombre que desea la “destrucción... de todo lo que se interponga en el camino de la felicidad de la gente que nacerá después de que él muera". Cuando la ternura hacia Aliosha le lleva a desviarse de su senda revolucionaria, el aterrador Samarin se siente consternado por su debilidad. En ese momento el extremismo religioso y el político se exponen simbólicamente el uno junto al otro.

La doctrina de las Palomas Blancas nos confirma que el fanatismo religioso sólo produce infelicidad. El hombre quiere ir más allá y para ello está dispuesto a destruirse. Los bolcheviques que más tarde asaltan Yazik son la otra cara de la utopía teológica, pues el marxismo no es política, sino religión. La desaparición de las clases y la propiedad privada justifican el genocidio de los enemigos del pueblo.

A un ritmo que no te permite soltar el libro, al estilo de la narrativa rusa más clásica, Meek ha construido un gran libro que evoca un país, una época y un clima extremos y violentos, abordando la afinidad entre el fanatismo religioso y el político, poniendo de relieve cómo la política y la religión extinguen el sentido y la humanidad y sólo dejan impotencia en el ser humano.

Un maravilloso descubrimiento.


2 comentarios:

Ybrim dijo...

Ya he visto que está en la biblioteca y mañana iré a buscarlo. Cuando tu vendes algo tan bien es que ha de ser muy bueno, he andado mirando y he leído cosas muy buenas sobre el libro... también he visto la foto del autor, me ha impresionado la mirada.
Creí que era un libro antiguo, por el tema, y como acabo de leer a Gogol pensé que quizá para más adelante, luego al hablarme de él del modo que lo has hecho he decidido mirarlo más detenidamente... resultado: mañana lo empiezo.

Ybrim dijo...

Un libro que he leído a la vez deprisa y despacio, lo cogía, me pegaba un atracón y lo soltaba, casi tiraba y lo dejaba así días, esperando que se me fuera la impresión.

Samarin me ha recordado Pasha Antipov, el marido revolucionario de Lara en el Doctor Zhivago... el tren brindado, la ideología fuera de control que le convierte en enemigo de los suyos... al final su detención cuando intenta acercarse al lugar donde esta Lara.

El amor como el peor de los enemigos.

Al principio marqué esto, porque sin saber que iba a pasar ya me impresionó.

“El último estudiante salió a toda prisa del vagón. Samarin se levantó y lo llamó. El estudiante rodeó el vagón a la carrera, cruzó la vía y se alejó hacia los sembrados con el cuello del abrigo subido. En un momento dado se volvió, sin detenerse, y miró a Samarin. Fue un mensaje del futuro. Había visto algo que no quería volver a ver y lo único que deseaba era mirar la cara de Samarin una vez más, ser capaz de decir: “Aquel día vi a Samarin.”

Katia era la única que no había salido... Había escrito un poema. “Amó como los suicidas aman el suelo hacia el que se precipitan”, rezaba,

los detiene, los abraza y pone fin a su dolor,
pero ella caía y caía, saltando,
chocando contra el suelo, muriendo y volviendo a caer.”